Adelanto exclusivo: los tres primeros capítulos de mi nueva novela.
¡TRAGAPERRAS!
Capítulo primero:
Cerca del final
La suma de todo
lo perdido en las maquinitas recreativas de bares y locales de apuestas del
centro de Madrid, y alrededores, en los últimos dos años ascendía a treinta mil
euros. Si bien la cifra, para cualquier ludópata corriente, o apostador
compulsivo de los que suelen verse por los casinos no era en sí misma un
escándalo monstruoso en el lapso de veinticuatro meses, era a todas luces una
obscenidad irreparable, un crimen, una verdadera aberración para un trabajador
de pocos recursos; padre de familia y con una trayectoria hasta hacía
justamente dos años, irreprochable. Más allá de los avatares normales de
cualquier hombre dedicado de lleno a forjar un porvenir para sus hijos y un
hogar decente para él y su esposa. Retrasos comunes en pagos de facturas, algún
que otro altercado de trabajo, o vecinos. Lo normal.
Y todo se había
ido al carajo.
Ya no hacía
apuestas simples. A doble, o triple. Empezaba sí, tanteando la maquinita con un
par de euros, a lo chino. Observaba si en las primeras diez vueltas de rodillo
asomaba un avance, y si éste traía las uvas o las naranjas. O si eran los
diamantes de diferente color, al menos daba el sube-sube. Claro que para los
enganchados en el azar, siempre se acaban echando más euros. Igual. Porque
nunca se sabe. Y peor aún, si el enganchado es un tipo que suele tener suerte.
Suerte al principio. Es decir, la suerte tiene un límite. Y lo pone la máquina.
Y la vida.
Después de
perder los últimos veinte euros, en menos de diez minutos, salí a la puerta de
aquel bar a fumar y me di cuenta que aún no había comido nada desde la diez
de la mañana. Eran la cuatro de la tarde y el quinto bar, más un local de
apuestas, todo el periplo realizado. Comencé con cien euros. Y ya no tenía ni
un céntimo. Ni para tabaco. En esas seis horas solo había bebido café, y
orinado una sola vez. El juego quita el apetito, las ganas de orinar, de fumar,
y el dinero, por supuesto. Esa mañana comencé ganando en una maquinita de Gnomos,
unos cuarenta euros. Pero media hora después ya llevaba sesenta euros en
contra. Luego recuperé veinticinco en otra y en la misma perdí treinta y dos.
En una me obsesioné creyendo que me llevaba un buen premio y acabé perdiendo lo
ganado más treinta. Volví a reponerme con un golpe de suerte en otra, casi
ochenta euros: los tres diamantes azules. Así, de pronto, jugando a simple con
una inversión de cinco euros. Y puteaba porque no la había elegido a ésa antes
que a ninguna. Pero el circuito del jugador es tan mentiroso como el propio
jugador. Igual hubiese seguido jugando, y con más énfasis, porque uno se cree
en racha. Y al primero que se miente es a uno mismo.
¿De dónde había
obtenido cien euros, siendo quién era, un jugador compulsivo? Pues de un
empeño. O de pedir prestado. La diferencia de un ludópata con un alcohólico, o
un drogadicto, es la apariencia. Aunque nos vean jugando alguna vez, nadie se
imagina hasta qué punto somos unos desgraciados. Y por eso mismo mucho más
peligrosos que los otros. Se asimila ese perverso mecanismo de los aparatos: el
engaño. Que te doy, pero no. Que ya viene, que ya viene. Y nada.
Llegado a este
punto había perdido más que treinta mil euros. Había perdido la confianza de mi
familia, de los amigos –los pocos que tenía-, de colegas de trabajo, y de
alguna que otra amante que en su tiempo supo brindarme apoyos con la esperanza
de mi plena dedicación. A ella. También había perdido en la casa de empeños
relojes, móviles, cadenitas de oro, y un sin fin de chucherías. Al principio
cuando ganaba las recuperaba para que nadie notara sus ausencias. Con el tiempo
dejo de importarme y ya no tenía nada de valor para lucir. O empeñar.
Una de las cosas
más sórdidas que comencé a notar fue el reconocimiento mutuo con otros infelices
con los que nos cruzábamos en los bares. Y verme reflejado en esos rostros
demacrados, transidos de una amargura interior indescriptible. Algunos me
llevaban la delantera: habían perdido todo hacía mucho tiempo. Como quien ve
fantasmas empecé a descubrir a otros especímenes: los buitres. Sentados en las
barras de los bares con un cafecito y el periódico, mirando de tanto en tanto
de reojo el juego, y sobre todo la apuesta. Esperan. Pueden pasarse horas
conteniendo su ansiedad. Esperan. Dejan que otros llenen la hucha y luego,
cuando creen que es el momento propicio, atacan. Observan que el jugador se haya
marchado definitivamente, sin una moneda o simplemente hastiados de perder, y
van a por los premios. Pero también son perdedores, qué duda cabe. También
acaban sucumbiendo más tarde o más temprano. Por más artilugios que pergeñen en
sus ratos de espera. O al día siguiente. Y tienen en sus rostros las mismas
herrumbres que el resto. Aunque sus miradas lleven un velo de pérfida avaricia
y una implacable falta de piedad. Es el puro resentimiento. El rencor puro.
Por ley, reza un
pegote en cada máquina, que ésta debe devolver hasta un setenta por ciento de
lo que recauda. Generalmente lo devuelven, repartido el botín entre el dueño
del bar y el del aparato. Por eso hay bares que con un aforo ínfimo puede
llegar a albergar hasta tres máquinas. Muchos bares subsisten con eso. Y el
alcohol.
Yo creí aprender
de los chinos. Los observaba y siempre veía que se llevaban un montón de dinero.
También los veía meter un billete tras otro en la ranura. Pero llegaban a
levantar hasta doscientos euros, y más. Aunque la verdad, cuando ganaban, solo
ganaban unos ochenta o noventa euros. Después de horas de transpirar y
martillear las teclas. El secreto era simple: si la máquina no daba premios
inmediatamente –rara vez lo hacen, excepto que otro jugador haya estado antes
apostando, de ahí los buitres-, la cuestión es esperar el cambio de ciclo del
aparato. Esto es: traga-traga-traga-premio-traga-traga-traga-traga-traga-traga-traga-traga-traga
y así un lapso de tiempo hasta que empieza a dar:
premio-traga-traga-premio-premio-premio-traga-premio-premio, y sube-sube. Y
todo a bonos. A la parte superior, la pantalla de las loterías. Que también
repite el esquema anterior, pero con premios mayores.
En eso las había
pillado a muchas máquinas. Como son, eso dicen los inspectores y los dueños de
los bares, absolutamente imprevisibles, en vez de esperar a tener setenta u
ochenta bonos, mínimo, como hace la mayoría, ya a los veinte bonos, le cambiaba
la apuesta a doble o a triple y ¡eureka! me daba la lotería por diez, o por
treinta. Esto es: ciento veinte euros, con una inversión de diez euros, o con
veinte ¡doscientos cuarenta euros! Cómo no me iba a enviciar. El problema es que
uno cree que pasa a otra máquina y sucede lo mismo. Y no es así. Y esa nos arrebata
la ganancia anterior. Y la siguiente un poco más. Y ahora entonces es querer
recuperar lo perdido. O lo ganado. Luego te acabas yendo con los bolsillos
vacíos, una frustración horrorosa, y lo más peligroso: la desesperación por
conseguir dinero como sea para volver a jugar. En este punto de jugador
empedernido, ya no hay culpas. El engaño ha hecho presa de cualquier otro
instinto, no hay pudor, no hay vergüenza. Ni miedo. Solo se piensa en jugar. Ni
siquiera en ganar. Ganar es la motivación para obtener recursos para seguir
jugando.
JUANA
A Juanita la
conocí en uno de los tantos bares que solía recorrer. Luego descubrí que ella
tenía un circuito parecido. Para más inri era alcohólica. No nos saludábamos.
Pero nos reconocíamos. La veía jugar con pocas monedas, y lo poquito que le
sacaba a las máquinas lo volvía a meter. Siempre muy poquito. Como quien bebe
de a sorbos cortos para que dure más tiempo la copa. Estaba claro que tenía que
dividir su escaso dinero en dos vicios y eso le supondría un gran esfuerzo. Amén del
tabaco, ya que siempre bebía su trago en la puerta con un cigarrillo entre los
dedos. Su forma de juego era la de quien ya no tiene más ingresos que un
subsidio o algo similar suministrado por un pariente. Un ex, o la madre.
SANTIAGO
Portero en una
finca importante. Siempre bien vestido; cincuenta largos, calvo y muy serio.
Nadie se lo imaginaría frente a una de las tragaperras como a un
consuetudinario apostador. Sacando de un sobre billetes de veinte euros, unos
tras otros, encajándolos compulsivamente en la boca voraz de aquel artilugio,
para tras perderlos sacar otros de cincuenta euros y pedirle al de la barra que
se los cambie, y repetir el ritual sangrante. A veces ganaba. Algo. Recuperaba
un poco, más bien. Pero solía perder muchísimo. Y se iba tan campante. Y serio.
Supe por otros
que el hombre solía andar en esos trapicheos entre la administración de la
finca y las empresas de mantenimiento. De ahí seguramente obtenía los recursos
necesarios para mantener semejante nivel de despilfarro inútil. Aunque a
cualquiera jugador que se le pregunte dirá que el juego es para ganar. O la
ilusión de ganar. O intentarlo. Que en otras cosas el dinero no vuelve, pero ahí
sí. Mentira.
CHINOS
Hasta los chinos
lo dicen. Los que hablan. La mayoría hacen que no entienden lo que les
preguntas. O responden con evasivas. Como si no quisieran revelar sus métodos.
Te miran y sonríen. Y siguen a lo suyo. Son una intriga.
VIEJECITAS
Algunas son
buitres. Sentadas en una mesa, con el bastoncito a un lado, hacen como si solo
les importara la última noticia de Belén Esteban en una de esas revistas de un
euro. Pero están atentas. Y esperan. Aunque se les nota la ansiedad. Aguardan a
que se desocupe la máquina y no pierden un solo sube-sube, o una lotería, con
el corazón en la boca. Como si hiciesen fuerza para que no salga ningún premio
importante. Y es evidente el brillo de relax en la mirada de la mujer en
contrapartida con la bronca del jugador de turno. El está de espaldas así que
ni se entera de aquel espíritu que cruza los dedos en un rincón apartado del
garito.
Y cuando les
toca, juegan como verdaderas profesionales. A la mierda el bastón y los
achaques. Golpean los interruptores con un vigor de albañil. Y putean también.
Cómo no.
YO
Claro que pienso
en cuántas podría haber hecho en estos últimos dos años con treinta mil euros.
Pero los treinta nunca estuvieron todos juntos. Ni la mitad. El cálculo deviene
de la suma entre lo apostado y lo ganado. Y una cosa no sería sin la otra. Y
aunque es una aproximación, igual es infame. Es cierto que el juego en sí es un
asunto vergonzante. Es muy difícil encontrar gente que admita su adicción. A
menos que sea demasiado evidente. Pero algo he sacado en claro en estos últimos
tiempos tan penosos: siempre fui un apostador.
Aunque nunca tan
poco dinero destruyo tantas cosas de mi vida.
Y tan rápido.
Capítulo segundo:
Madrid Las Vegas o el principio del fin
“Juega”, me
sugirió Ramón. Y Pepe, animándome con unas palmaditas en el hombro, dijo: “A
ver, la suerte del principiante, seguro te sacas veinte pavos y nos invitas
otra ronda”. Y gané veinticuatro. Jugando con las indicaciones de Ramón, y su
dinero. Y así empecé mi desgracia.
Hasta entonces
no apostaba ni en la primitiva.
Al mediodía
siguiente mientras bebía un café, después de un pincho de tortilla, me animé
solo.
Y gané cuarenta
euros. El camarero pasó por detrás de mí con la bandeja y exclamó un “”joder”,
casi susurrado. A la vuelta me sonrió y sacudiendo la cabeza dijo:
-Oye, sí que
tienes suerte, hombre. Ayer ganaste, hoy otra vez…eso ya no es casualidad.
Estás en racha.
Yo apostaba
tímidamente y con cautela. Iba echando moneditas temeroso de no exagerar con el
desembolso y tratando de entender los mecanismos de aquella antigua Santa Fé.
Pero la ansiedad acabó siendo la única vencedora. A la semana llevaba perdido
más del doble de lo que había ganado. Siempre “ganaba” algo al final pero las
cuentas estaban en rojo. Y uno empieza a sentir vergüenza del gasto y exhibe
como un triunfo ese puñado de monedas escupidas casi de lástima por el maldito
engendro.
Lo que empieza
siendo un parasito dentro del espíritu se transforma en un verdadero monstruo
que controla todos los pensamientos. Una especie de pepito grillo infernal que
elucubra todas las artimañas para justificar por qué hay que estar frente a la
máquina y no en otro sitio. Las ventajas de perder el tiempo allí, el dinero
fácil, el placer en la angustia que plantea el azar. El enajenamiento lícito al
alcance de la mano, en cualquier bar de cualquier calle, de cualquier barrio.
Es cierto que
por esa época estaba pasando por un mal momento emocional. Producto tal vez de la
cercanía de los cincuenta. Y que aún la “crisis” global no mostraba su afilada
dentadura. Se veía en la calle menos actividad pero nada hacía prever semejante
descalabro. O los que teníamos buenos trabajos nos negábamos a aceptar que todo
se desmoronaría como luego acabo sucediendo. Hasta que nos tocó. Lo trágico en mi
caso era que no distinguía ya si mis miserias se acrecentaban por un motivo u
otro, o todo a la vez. Qué causaba mi angustia: el juego, o si jugaba para
olvidar la crisis, mi propia crisis, la otra, la que se podía palpar aún sin
darle mayor importancia. Qué.
Pero seguía
yendo a los bares. Buscaba las maquinitas, observando desde la calle para ver
si eran algunas de aquellas simples, antiguas, que no dan muchos premios pero
tampoco te incentivan a echar cantidades astronómicas. Las más nuevas, tipo
Cleopatra o Azteca, se devoraban a velocidades de vértigo las apuestas. Es
cierto que los premios prometidos eran mucho mayores, pero en esas no jugaba
nunca. Entraba al lugar, me pedía un café o una cerveza, como para hacer un
gasto que justificase el estar allí y que los propietarios no me mirasen mal.
Porque según ellos, no ganaban nada con el aparato. O muy poco. Así que además
tienes que consumir algo. Al revés de los locales de apuestas donde al menos te
invitan algo de beber. Y hasta de comer. Saben que vas a consumir lo mínimo, y
el gasto en esa atención es una migaja en comparación con el dinero que les
dejaras en los nichos de latón de los vientres abultados de sus fulgurantes
tragaperras. Hasta te “regalan” de tanto en tanto cien euros en premios sorpresa.
Todo acabará finalmente en sus arcas.
El jugador se
compenetra tanto en el juego que el dinero deja de tener valor. Ya no es un
elemento con el cual se puede adquirir o dar bienestar a uno y a los que ama.
Frente a las máquinas no hay amor. Todo se malogra. El esfuerzo del trabajo se
convierte en una burla con el trazado argumental que sugiere el azar. ¿Para qué
trabajar como camarero por cincuenta o sesenta euros diarios si en media hora
le saqué ochenta a la maquinita? Ese es el truco. El engaño. Como si eso fuese
una constante inalterable. Y lo peor de todo es que si te sucede seguido,
acabas creyéndolo. Yo he visto las miradas de envidia cuando no de
resentimiento de camareros y camareras al verme ir a cambiar el pilón de
monedas a la barra. A veces con sumas pequeñas, y descubrir en sus ojos ese
brillo de picardía de “y además el café con leche le sale gratis”.
-¿Me habilitas
la máquina de tabaco, por favor?
-(También eso,
joder).
Si es gente
experimentada sabe muy bien que solo ha sido un momento de suerte, y que las
pérdidas para uno son mucho mayores. Siempre. Aunque la satisfacción del
jugador se cuenta con el día al día, momento a momento. Nunca se hace una
proyección a mediano plazo. Mucho menos a largo. Mirar atrás es un horror. Así
como cada tortuosa noche de derrota. Un dolor de muelas en plena madrugada es
una broma en comparación con el calvario nocturno que azota a un adicto que
dilapidó los únicos ciento cincuenta euros que tenía para él y su familia. En
solo una hora de locura. Y no hay marcha atrás. No existe el pulsador de rewind
en la vida. Y hay que pensar qué mentira decir por la mañana, y que otro engaño
inventar para tapar el agujero irreparable. Y de dónde sacar más dinero.
Entonces, si se consigue: ¿a por la revancha? ¿a recuperar algo? Por supuesto.
Y a la noche
siguiente de nuevo la tortura. Pero la suma ahora es mayor. Proporcional a la
angustia.
Es el comienzo
del fin.
La dinámica ya
está puesta en marcha: Más dinero para recuperar lo perdido, que se vuelve a
perder y hay que conseguir más dinero porque las cifras han ascendido, y algo se
recupera pero no es suficiente, y si gasto este dinero en otra cosa, el hogar,
por ejemplo, ya no voy a tener dinero para jugar y así recuperar el dinero
perdido…entonces, me lo juego. Ya después, la atracción es solo eso: el juego.
La adrenalina. El placer en el riesgo.
Es tanta la
aflicción por las cosas que se pudieron haber hecho con ese dinero y ya no se
harán: indumentaria o paseos con tus hijos, si los tienes. O con tu pareja.
Vacaciones. O asuntos más elementales y urgentes: pagar los recibos de los
servicios o cuentas pendientes. Miles de cosas. Ya no.
El único chute
posible para olvidar la infamia es el propio juego. Pero con dosis cada vez más
fuertes. Más desgarradoras.
Y pérdidas cada
vez más grandes. E insostenibles. Es la ruina.
Pero en Madrid
la tentación está en cada esquina. Más que en cada esquina. En una sola calle,
si hay dos bares, los dos llevan la tentación en sus entrañas. Si hay cinco,
los cinco. En España toda. Es fuente de recursos de muchos tugurios. Y del
Estado Español también., claro: más de mil quinientos millones de euros al año
no es una suma nada despreciable para ningún gobierno. Menos para la dirigencia
política en general. Se prohíbe fumar en los bares pero el juego por dinero,
las tragaperras, no son un problema social. Como mucho han de ponerles una
etiqueta, al igual que el tabaco, advirtiendo de los riesgos de la adicción: la
ludopatía. Pero se pude seguir jugando. Y perdiendo. Madrid ya era Las Vegas,
mucho antes de que a alguien se le ocurriese escandalizarse por el lujurioso, y
fallido, proyecto en Alcorcón.
Entras a beber
un café y los cantos de sirena de los aparatos inundan el ambiente. Con sus
lucecitas chisporroteantes llamando a los incautos. Y el sonido se amplifica en
cuanto un parroquiano le mete su moneda. Es una prostituta tentadora. Y todos,
hombres y mujeres, aspiran a que se corra. Fueron diseñadas para eso. Tócame arriba, tócame abajo, méteme más, que
me corro, que no, que sí, que no, que sí…que no.
Es como para un
adicto a la heroína tener varios puestos de venta en cada acera de cada calle,
de cada barrio, de cada ciudad de España. Si fuese legal, claro. Y se pagaran
los suficientes tributos al Estado. Todo legal.
Y la crisis
general aumenta la tentación. Y la desesperación.
He llegado a ver
hasta tres, y cuatro personas en un bar, cada una en lo suyo, aparentemente,
acercarse a la tragaperras para probar suerte, unos tras otros, dejando apenas
unos minutos entre el saqueado y el siguiente. Siempre después de que el timado
se haya ido del bar, para no demostrar el gesto especulativo del que estaba al
acecho. Y detrás de ese venía otro.
Lo único que no
pierde nunca, jamás, el jugador es la esperanza. El jugador es optimista por
naturaleza. Si sintiera un perdedor no jugaría. Tiene la convicción que la suerte
va a cambiar. Y eso es seguro: cambia. Para peor. Cuando lo comprueba, cuanto
mucho, se suicida.
Capítulo
tercero: Diamantes y cerezas
Ocho treinta de
la mañana.
-Tenemos que
pagar el recibo de electricidad, mañana vence…son ochenta con treinta y cinco-,
dijo Elena, buscando con los ojos a su marido que estaba acabando de afeitarse.
-Te los daré a
la noche, ahora no tengo. También tengo que sacar el abono de transporte, y lo
haré con la tarjeta.
-Ayer me habías
dicho que me dejarías dinero…a mí me han de quedar treinta euros en la cuenta,
y hay que hacer compras…y sabes que ya me han descontado el dinero de las
zapatillas de Ricky.
-A la noche, a
la noche te daré…apáñate con lo que hay. Sabes que con la Visa estoy en rojo.
Espero que me cubra el abono. José Luis me ha dicho que hoy sin falta me daría
un adelanto…
-Vale, vale…¿no
te lo había dado ya, el martes?
-No, que no.
Quedamos en que hoy, jueves, me lo daría. ¡Joder!
Dieciocho
cuarenta y cinco.
-Oye, José Luis,
mira, es que me ha surgido un imprevisto ¡¡me ha llegado una cuenta de ciento
ochenta pavos de electricidad!! Tú, bueno, ¿no me podrías adelantar unos ciento
cincuenta?
-El martes te he
dado trescientos…¿no tendrás una putilla por ahí, no? ¡Joder! ¡Que estamos en
época de crisis, tío! Mira, te daré ciento veinte ¿te vale? Pero no puedo darte
más por ahora, acaso si la semana próxima nos pagan te dé un poco más…sino nos
quedamos todos en la calle, ya sabes, cada vez tenemos más morosos, si seguimos
así...
-Sí, hombre,
gracias.
El local de
apuestas estaba prácticamente vacío por esas horas. En una ruleta, una china
murmuraba con el gesto tenso mientras marcaba con un dedo nervioso los
casilleros de los números. Elegí la de los pajaritos, la tragaperras que tiene
la musiquita del Baile de los pajaritos, justamente. Estaba caliente con ésa desde
hacía dos noches atrás, en la que me robó doscientos veinte euros. Siempre que
los rodillos del tesoro se abrían quedaba expuesta una cifra gigante en el
casillero que no había elegido. Si me daba la opción de elegir dos casilleros,
uno era de cuatro euros y el otro de doce, me daba dieciséis euros, y el que no
había señalado, ciento ochenta ¡la puta madre! Era un engaño, claro que era un
engaño. Lo hace para dejarte caliente. Y lo lograba. Metí veinte euros, con la
seguridad de tener cien más en el bolsillo. Y me los comió. Pero ya la había
cargado. Y yo me había cargado. De bronca y sed de revancha. Pedí cambio de
cincuenta y volví a la carga. Siempre jugando a simple. Y me seguía vacilando.
Si me daba dos avances, la tercera campana, la que da los cuatro euros o cinco
bonos, siempre estaba un avance más arriba. Lo mismo con los limones,
equivalentes a tres euros con veinte. Y las naranjas, estas, dos con cuarenta
céntimos o tres bonos. Siempre acababan saliendo, a modo de compensación los
tres diamantes de distinto color, con la opción de cuarenta céntimos o nada. Y
cada tres “nada”, un sube-sube. Hasta ahí. Hasta el equivalente de las cerezas
de los cojones. O un bono. Y cuando conseguía sumar diez o doce bonos, probaba
suerte arriba, en la lotería. Y salía, sí, salía. Por dos -ocho euros-, o igual
-cuatro euros-, y los convertía en más bonos. ¡Ni por cinco! ¡Me cago en la
mar! Hasta que se acababan los bonos y vuelta a empezar de abajo. Pero a
dobles, a ver si por ese lado la agarraba. Nada, ¿Y a triples? Nada. Vuelta a
simple. Cambié los últimos cincuenta tembloroso. Y luego los últimos veinte. Ya
no me alcanzaría para el recibo de electricidad. Ni ninguna otra cosa. A todo o
nada. La excusa perfecta para seguir jugando. Si está todo perdido, perdamos lo
que queda.
Le eché las
últimas monedas, con desprecio, a otra máquina, la de Gnomos. Y la muy hija de
puta me dio veinte pavos al tercer lance: los tres diamantes anaranjados. ¡Esta
tenía premios! Y Jugué con lo obtenido media hora más. Llegué a los cuarenta y tres
euros. Y la muy puta se atoró de pronto, dejo de dar avances, sube-sube…y acabo
devorándose todo. Todo.
Sentí deseos de
golpear los cristales de aquellas ladronas, pero me contuve. Salí con una
sonrisa de aquel lugar, sin demostrar la impotencia y la angustia. Como si
hubiese jugado unas calderillas. Un señor. Por dentro me quemaba la boca del
estómago y la cabeza me daba vueltas como un tío vivo. Muerto. ¿Con qué excusas
me disculparía esta vez? ¿Cómo disfrazaría esa miseria súbita y atroz? No podía
volver a mangar un adelanto por un tiempo.
Pedir prestado.
Eso. Pero ¿A quién?
¿Cómo podía
mirar a la cara a Elena?
Durante el viaje
de vuelta en el tren, pensé en todo lo que ella hubiese hecho con ese dinero.
Acababa de cometer un crimen. Después de otros. Era como un asesino serial.
¿Pero qué estoy
pensando? No. Solo es dinero. Solo eso: dinero.
Diamantes y cerezas.
¡Y la puta qué lo parió!