lunes, 28 de abril de 2014

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Entra aquí y descárgate los primeros 10 capítulos de  ¡TRAGAPERRAS! -La vida es una moneda-.
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miércoles, 9 de abril de 2014

¡TRAGAPERRAS!

Adelanto exclusivo: los tres primeros capítulos de mi nueva novela.

¡TRAGAPERRAS!

Capítulo primero: Cerca del final

La suma de todo lo perdido en las maquinitas recreativas de bares y locales de apuestas del centro de Madrid, y alrededores, en los últimos dos años ascendía a treinta mil euros. Si bien la cifra, para cualquier ludópata corriente, o apostador compulsivo de los que suelen verse por los casinos no era en sí misma un escándalo monstruoso en el lapso de veinticuatro meses, era a todas luces una obscenidad irreparable, un crimen, una verdadera aberración para un trabajador de pocos recursos; padre de familia y con una trayectoria hasta hacía justamente dos años, irreprochable. Más allá de los avatares normales de cualquier hombre dedicado de lleno a forjar un porvenir para sus hijos y un hogar decente para él y su esposa. Retrasos comunes en pagos de facturas, algún que otro altercado de trabajo, o vecinos. Lo normal.
Y todo se había ido al carajo.
Ya no hacía apuestas simples. A doble, o triple. Empezaba sí, tanteando la maquinita con un par de euros, a lo chino. Observaba si en las primeras diez vueltas de rodillo asomaba un avance, y si éste traía las uvas o las naranjas. O si eran los diamantes de diferente color, al menos daba el sube-sube. Claro que para los enganchados en el azar, siempre se acaban echando más euros. Igual. Porque nunca se sabe. Y peor aún, si el enganchado es un tipo que suele tener suerte. Suerte al principio. Es decir, la suerte tiene un límite. Y lo pone la máquina.
Y la vida.
Después de perder los últimos veinte euros, en menos de diez minutos, salí a la puerta de aquel bar a fumar y me di cuenta que aún no había comido nada desde la diez de la mañana. Eran la cuatro de la tarde y el quinto bar, más un local de apuestas, todo el periplo realizado. Comencé con cien euros. Y ya no tenía ni un céntimo. Ni para tabaco. En esas seis horas solo había bebido café, y orinado una sola vez. El juego quita el apetito, las ganas de orinar, de fumar, y el dinero, por supuesto. Esa mañana comencé ganando en una maquinita de Gnomos, unos cuarenta euros. Pero media hora después ya llevaba sesenta euros en contra. Luego recuperé veinticinco en otra y en la misma perdí treinta y dos. En una me obsesioné creyendo que me llevaba un buen premio y acabé perdiendo lo ganado más treinta. Volví a reponerme con un golpe de suerte en otra, casi ochenta euros: los tres diamantes azules. Así, de pronto, jugando a simple con una inversión de cinco euros. Y puteaba porque no la había elegido a ésa antes que a ninguna. Pero el circuito del jugador es tan mentiroso como el propio jugador. Igual hubiese seguido jugando, y con más énfasis, porque uno se cree en racha. Y al primero que se miente es a uno mismo.
¿De dónde había obtenido cien euros, siendo quién era, un jugador compulsivo? Pues de un empeño. O de pedir prestado. La diferencia de un ludópata con un alcohólico, o un drogadicto, es la apariencia. Aunque nos vean jugando alguna vez, nadie se imagina hasta qué punto somos unos desgraciados. Y por eso mismo mucho más peligrosos que los otros. Se asimila ese perverso mecanismo de los aparatos: el engaño. Que te doy, pero no. Que ya viene, que ya viene. Y nada.
Llegado a este punto había perdido más que treinta mil euros. Había perdido la confianza de mi familia, de los amigos –los pocos que tenía-, de colegas de trabajo, y de alguna que otra amante que en su tiempo supo brindarme apoyos con la esperanza de mi plena dedicación. A ella. También había perdido en la casa de empeños relojes, móviles, cadenitas de oro, y un sin fin de chucherías. Al principio cuando ganaba las recuperaba para que nadie notara sus ausencias. Con el tiempo dejo de importarme y ya no tenía nada de valor para lucir. O empeñar.
Una de las cosas más sórdidas que comencé a notar fue el reconocimiento mutuo con otros infelices con los que nos cruzábamos en los bares. Y verme reflejado en esos rostros demacrados, transidos de una amargura interior indescriptible. Algunos me llevaban la delantera: habían perdido todo hacía mucho tiempo. Como quien ve fantasmas empecé a descubrir a otros especímenes: los buitres. Sentados en las barras de los bares con un cafecito y el periódico, mirando de tanto en tanto de reojo el juego, y sobre todo la apuesta. Esperan. Pueden pasarse horas conteniendo su ansiedad. Esperan. Dejan que otros llenen la hucha y luego, cuando creen que es el momento propicio, atacan. Observan que el jugador se haya marchado definitivamente, sin una moneda o simplemente hastiados de perder, y van a por los premios. Pero también son perdedores, qué duda cabe. También acaban sucumbiendo más tarde o más temprano. Por más artilugios que pergeñen en sus ratos de espera. O al día siguiente. Y tienen en sus rostros las mismas herrumbres que el resto. Aunque sus miradas lleven un velo de pérfida avaricia y una implacable falta de piedad. Es el puro resentimiento. El rencor puro.
Por ley, reza un pegote en cada máquina, que ésta debe devolver hasta un setenta por ciento de lo que recauda. Generalmente lo devuelven, repartido el botín entre el dueño del bar y el del aparato. Por eso hay bares que con un aforo ínfimo puede llegar a albergar hasta tres máquinas. Muchos bares subsisten con eso. Y el alcohol.
Yo creí aprender de los chinos. Los observaba y siempre veía que se llevaban un montón de dinero. También los veía meter un billete tras otro en la ranura. Pero llegaban a levantar hasta doscientos euros, y más. Aunque la verdad, cuando ganaban, solo ganaban unos ochenta o noventa euros. Después de horas de transpirar y martillear las teclas. El secreto era simple: si la máquina no daba premios inmediatamente –rara vez lo hacen, excepto que otro jugador haya estado antes apostando, de ahí los buitres-, la cuestión es esperar el cambio de ciclo del aparato. Esto es: traga-traga-traga-premio-traga-traga-traga-traga-traga-traga-traga-traga-traga y así un lapso de tiempo hasta que empieza a dar: premio-traga-traga-premio-premio-premio-traga-premio-premio, y sube-sube. Y todo a bonos. A la parte superior, la pantalla de las loterías. Que también repite el esquema anterior, pero con premios mayores.
En eso las había pillado a muchas máquinas. Como son, eso dicen los inspectores y los dueños de los bares, absolutamente imprevisibles, en vez de esperar a tener setenta u ochenta bonos, mínimo, como hace la mayoría, ya a los veinte bonos, le cambiaba la apuesta a doble o a triple y ¡eureka! me daba la lotería por diez, o por treinta. Esto es: ciento veinte euros, con una inversión de diez euros, o con veinte ¡doscientos cuarenta euros! Cómo no me iba a enviciar. El problema es que uno cree que pasa a otra máquina y sucede lo mismo. Y no es así. Y esa nos arrebata la ganancia anterior. Y la siguiente un poco más. Y ahora entonces es querer recuperar lo perdido. O lo ganado. Luego te acabas yendo con los bolsillos vacíos, una frustración horrorosa, y lo más peligroso: la desesperación por conseguir dinero como sea para volver a jugar. En este punto de jugador empedernido, ya no hay culpas. El engaño ha hecho presa de cualquier otro instinto, no hay pudor, no hay vergüenza. Ni miedo. Solo se piensa en jugar. Ni siquiera en ganar. Ganar es la motivación para obtener recursos para seguir jugando.
JUANA
A Juanita la conocí en uno de los tantos bares que solía recorrer. Luego descubrí que ella tenía un circuito parecido. Para más inri era alcohólica. No nos saludábamos. Pero nos reconocíamos. La veía jugar con pocas monedas, y lo poquito que le sacaba a las máquinas lo volvía a meter. Siempre muy poquito. Como quien bebe de a sorbos cortos para que dure más tiempo la copa. Estaba claro que tenía que dividir su escaso dinero en dos vicios y  eso le supondría un gran esfuerzo. Amén del tabaco, ya que siempre bebía su trago en la puerta con un cigarrillo entre los dedos. Su forma de juego era la de quien ya no tiene más ingresos que un subsidio o algo similar suministrado por un pariente. Un ex, o la madre.
SANTIAGO
Portero en una finca importante. Siempre bien vestido; cincuenta largos, calvo y muy serio. Nadie se lo imaginaría frente a una de las tragaperras como a un consuetudinario apostador. Sacando de un sobre billetes de veinte euros, unos tras otros, encajándolos compulsivamente en la boca voraz de aquel artilugio, para tras perderlos sacar otros de cincuenta euros y pedirle al de la barra que se los cambie, y repetir el ritual sangrante. A veces ganaba. Algo. Recuperaba un poco, más bien. Pero solía perder muchísimo. Y se iba tan campante. Y serio.
Supe por otros que el hombre solía andar en esos trapicheos entre la administración de la finca y las empresas de mantenimiento. De ahí seguramente obtenía los recursos necesarios para mantener semejante nivel de despilfarro inútil. Aunque a cualquiera jugador que se le pregunte dirá que el juego es para ganar. O la ilusión de ganar. O intentarlo. Que en otras cosas el dinero no vuelve, pero ahí sí. Mentira.
CHINOS
Hasta los chinos lo dicen. Los que hablan. La mayoría hacen que no entienden lo que les preguntas. O responden con evasivas. Como si no quisieran revelar sus métodos. Te miran y sonríen. Y siguen a lo suyo. Son una intriga.
VIEJECITAS
Algunas son buitres. Sentadas en una mesa, con el bastoncito a un lado, hacen como si solo les importara la última noticia de Belén Esteban en una de esas revistas de un euro. Pero están atentas. Y esperan. Aunque se les nota la ansiedad. Aguardan a que se desocupe la máquina y no pierden un solo sube-sube, o una lotería, con el corazón en la boca. Como si hiciesen fuerza para que no salga ningún premio importante. Y es evidente el brillo de relax en la mirada de la mujer en contrapartida con la bronca del jugador de turno. El está de espaldas así que ni se entera de aquel espíritu que cruza los dedos en un rincón apartado del garito.
Y cuando les toca, juegan como verdaderas profesionales. A la mierda el bastón y los achaques. Golpean los interruptores con un vigor de albañil. Y putean también. Cómo no.
YO
Claro que pienso en cuántas podría haber hecho en estos últimos dos años con treinta mil euros. Pero los treinta nunca estuvieron todos juntos. Ni la mitad. El cálculo deviene de la suma entre lo apostado y lo ganado. Y una cosa no sería sin la otra. Y aunque es una aproximación, igual es infame. Es cierto que el juego en sí es un asunto vergonzante. Es muy difícil encontrar gente que admita su adicción. A menos que sea demasiado evidente. Pero algo he sacado en claro en estos últimos tiempos tan penosos: siempre fui un apostador.
Aunque nunca tan poco dinero destruyo tantas cosas de mi vida.
Y tan rápido.

Capítulo segundo: Madrid Las Vegas o el principio del fin

“Juega”, me sugirió Ramón. Y Pepe, animándome con unas palmaditas en el hombro, dijo: “A ver, la suerte del principiante, seguro te sacas veinte pavos y nos invitas otra ronda”. Y gané veinticuatro. Jugando con las indicaciones de Ramón, y su dinero. Y así empecé mi desgracia.
Hasta entonces no apostaba ni en la primitiva.
Al mediodía siguiente mientras bebía un café, después de un pincho de tortilla, me animé solo.
Y gané cuarenta euros. El camarero pasó por detrás de mí con la bandeja y exclamó un “”joder”, casi susurrado. A la vuelta me sonrió y sacudiendo la cabeza dijo:
-Oye, sí que tienes suerte, hombre. Ayer ganaste, hoy otra vez…eso ya no es casualidad. Estás en racha.
Yo apostaba tímidamente y con cautela. Iba echando moneditas temeroso de no exagerar con el desembolso y tratando de entender los mecanismos de aquella antigua Santa Fé. Pero la ansiedad acabó siendo la única vencedora. A la semana llevaba perdido más del doble de lo que había ganado. Siempre “ganaba” algo al final pero las cuentas estaban en rojo. Y uno empieza a sentir vergüenza del gasto y exhibe como un triunfo ese puñado de monedas escupidas casi de lástima por el maldito engendro.
Lo que empieza siendo un parasito dentro del espíritu se transforma en un verdadero monstruo que controla todos los pensamientos. Una especie de pepito grillo infernal que elucubra todas las artimañas para justificar por qué hay que estar frente a la máquina y no en otro sitio. Las ventajas de perder el tiempo allí, el dinero fácil, el placer en la angustia que plantea el azar. El enajenamiento lícito al alcance de la mano, en cualquier bar de cualquier calle, de cualquier barrio.
Es cierto que por esa época estaba pasando por un mal momento emocional. Producto tal vez de la cercanía de los cincuenta. Y que aún la “crisis” global no mostraba su afilada dentadura. Se veía en la calle menos actividad pero nada hacía prever semejante descalabro. O los que teníamos buenos trabajos nos negábamos a aceptar que todo se desmoronaría como luego acabo sucediendo. Hasta que nos tocó. Lo trágico en mi caso era que no distinguía ya si mis miserias se acrecentaban por un motivo u otro, o todo a la vez. Qué causaba mi angustia: el juego, o si jugaba para olvidar la crisis, mi propia crisis, la otra, la que se podía palpar aún sin darle mayor importancia. Qué.
Pero seguía yendo a los bares. Buscaba las maquinitas, observando desde la calle para ver si eran algunas de aquellas simples, antiguas, que no dan muchos premios pero tampoco te incentivan a echar cantidades astronómicas. Las más nuevas, tipo Cleopatra o Azteca, se devoraban a velocidades de vértigo las apuestas. Es cierto que los premios prometidos eran mucho mayores, pero en esas no jugaba nunca. Entraba al lugar, me pedía un café o una cerveza, como para hacer un gasto que justificase el estar allí y que los propietarios no me mirasen mal. Porque según ellos, no ganaban nada con el aparato. O muy poco. Así que además tienes que consumir algo. Al revés de los locales de apuestas donde al menos te invitan algo de beber. Y hasta de comer. Saben que vas a consumir lo mínimo, y el gasto en esa atención es una migaja en comparación con el dinero que les dejaras en los nichos de latón de los vientres abultados de sus fulgurantes tragaperras. Hasta te “regalan” de tanto en tanto cien euros en premios sorpresa. Todo acabará finalmente en sus arcas.
El jugador se compenetra tanto en el juego que el dinero deja de tener valor. Ya no es un elemento con el cual se puede adquirir o dar bienestar a uno y a los que ama. Frente a las máquinas no hay amor. Todo se malogra. El esfuerzo del trabajo se convierte en una burla con el trazado argumental que sugiere el azar. ¿Para qué trabajar como camarero por cincuenta o sesenta euros diarios si en media hora le saqué ochenta a la maquinita? Ese es el truco. El engaño. Como si eso fuese una constante inalterable. Y lo peor de todo es que si te sucede seguido, acabas creyéndolo. Yo he visto las miradas de envidia cuando no de resentimiento de camareros y camareras al verme ir a cambiar el pilón de monedas a la barra. A veces con sumas pequeñas, y descubrir en sus ojos ese brillo de picardía de “y además el café con leche le sale gratis”.
-¿Me habilitas la máquina de tabaco, por favor?
-(También eso, joder).
Si es gente experimentada sabe muy bien que solo ha sido un momento de suerte, y que las pérdidas para uno son mucho mayores. Siempre. Aunque la satisfacción del jugador se cuenta con el día al día, momento a momento. Nunca se hace una proyección a mediano plazo. Mucho menos a largo. Mirar atrás es un horror. Así como cada tortuosa noche de derrota. Un dolor de muelas en plena madrugada es una broma en comparación con el calvario nocturno que azota a un adicto que dilapidó los únicos ciento cincuenta euros que tenía para él y su familia. En solo una hora de locura. Y no hay marcha atrás. No existe el pulsador de rewind en la vida. Y hay que pensar qué mentira decir por la mañana, y que otro engaño inventar para tapar el agujero irreparable. Y de dónde sacar más dinero. Entonces, si se consigue: ¿a por la revancha? ¿a recuperar algo? Por supuesto.
Y a la noche siguiente de nuevo la tortura. Pero la suma ahora es mayor. Proporcional a la angustia.
Es el comienzo del fin.
La dinámica ya está puesta en marcha: Más dinero para recuperar lo perdido, que se vuelve a perder y hay que conseguir más dinero porque las cifras han ascendido, y algo se recupera pero no es suficiente, y si gasto este dinero en otra cosa, el hogar, por ejemplo, ya no voy a tener dinero para jugar y así recuperar el dinero perdido…entonces, me lo juego. Ya después, la atracción es solo eso: el juego. La adrenalina. El placer en el riesgo.
Es tanta la aflicción por las cosas que se pudieron haber hecho con ese dinero y ya no se harán: indumentaria o paseos con tus hijos, si los tienes. O con tu pareja. Vacaciones. O asuntos más elementales y urgentes: pagar los recibos de los servicios o cuentas pendientes. Miles de cosas. Ya no.
El único chute posible para olvidar la infamia es el propio juego. Pero con dosis cada vez más fuertes. Más desgarradoras.
Y pérdidas cada vez más grandes. E insostenibles. Es la ruina.
Pero en Madrid la tentación está en cada esquina. Más que en cada esquina. En una sola calle, si hay dos bares, los dos llevan la tentación en sus entrañas. Si hay cinco, los cinco. En España toda. Es fuente de recursos de muchos tugurios. Y del Estado Español también., claro: más de mil quinientos millones de euros al año no es una suma nada despreciable para ningún gobierno. Menos para la dirigencia política en general. Se prohíbe fumar en los bares pero el juego por dinero, las tragaperras, no son un problema social. Como mucho han de ponerles una etiqueta, al igual que el tabaco, advirtiendo de los riesgos de la adicción: la ludopatía. Pero se pude seguir jugando. Y perdiendo. Madrid ya era Las Vegas, mucho antes de que a alguien se le ocurriese escandalizarse por el lujurioso, y fallido, proyecto en Alcorcón.
Entras a beber un café y los cantos de sirena de los aparatos inundan el ambiente. Con sus lucecitas chisporroteantes llamando a los incautos. Y el sonido se amplifica en cuanto un parroquiano le mete su moneda. Es una prostituta tentadora. Y todos, hombres y mujeres, aspiran a que se corra. Fueron diseñadas para eso.  Tócame arriba, tócame abajo, méteme más, que me corro, que no, que sí, que no, que sí…que no.
Es como para un adicto a la heroína tener varios puestos de venta en cada acera de cada calle, de cada barrio, de cada ciudad de España. Si fuese legal, claro. Y se pagaran los suficientes tributos al Estado. Todo legal.
Y la crisis general aumenta la tentación. Y la desesperación.
He llegado a ver hasta tres, y cuatro personas en un bar, cada una en lo suyo, aparentemente, acercarse a la tragaperras para probar suerte, unos tras otros, dejando apenas unos minutos entre el saqueado y el siguiente. Siempre después de que el timado se haya ido del bar, para no demostrar el gesto especulativo del que estaba al acecho. Y detrás de ese venía otro.
Lo único que no pierde nunca, jamás, el jugador es la esperanza. El jugador es optimista por naturaleza. Si sintiera un perdedor no jugaría. Tiene la convicción que la suerte va a cambiar. Y eso es seguro: cambia. Para peor. Cuando lo comprueba, cuanto mucho, se suicida.

Capítulo tercero: Diamantes y cerezas

Ocho treinta de la mañana.
-Tenemos que pagar el recibo de electricidad, mañana vence…son ochenta con treinta y cinco-, dijo Elena, buscando con los ojos a su marido que estaba acabando de afeitarse.
-Te los daré a la noche, ahora no tengo. También tengo que sacar el abono de transporte, y lo haré con la tarjeta.
-Ayer me habías dicho que me dejarías dinero…a mí me han de quedar treinta euros en la cuenta, y hay que hacer compras…y sabes que ya me han descontado el dinero de las zapatillas de Ricky.
-A la noche, a la noche te daré…apáñate con lo que hay. Sabes que con la Visa estoy en rojo. Espero que me cubra el abono. José Luis me ha dicho que hoy sin falta me daría un adelanto…
-Vale, vale…¿no te lo había dado ya, el martes?
-No, que no. Quedamos en que hoy, jueves, me lo daría. ¡Joder!
Dieciocho cuarenta y cinco.
-Oye, José Luis, mira, es que me ha surgido un imprevisto ¡¡me ha llegado una cuenta de ciento ochenta pavos de electricidad!! Tú, bueno, ¿no me podrías adelantar unos ciento cincuenta?
-El martes te he dado trescientos…¿no tendrás una putilla por ahí, no? ¡Joder! ¡Que estamos en época de crisis, tío! Mira, te daré ciento veinte ¿te vale? Pero no puedo darte más por ahora, acaso si la semana próxima nos pagan te dé un poco más…sino nos quedamos todos en la calle, ya sabes, cada vez tenemos más morosos, si seguimos así...
-Sí, hombre, gracias.
El local de apuestas estaba prácticamente vacío por esas horas. En una ruleta, una china murmuraba con el gesto tenso mientras marcaba con un dedo nervioso los casilleros de los números. Elegí la de los pajaritos, la tragaperras que tiene la musiquita del Baile de los pajaritos, justamente. Estaba caliente con ésa desde hacía dos noches atrás, en la que me robó doscientos veinte euros. Siempre que los rodillos del tesoro se abrían quedaba expuesta una cifra gigante en el casillero que no había elegido. Si me daba la opción de elegir dos casilleros, uno era de cuatro euros y el otro de doce, me daba dieciséis euros, y el que no había señalado, ciento ochenta ¡la puta madre! Era un engaño, claro que era un engaño. Lo hace para dejarte caliente. Y lo lograba. Metí veinte euros, con la seguridad de tener cien más en el bolsillo. Y me los comió. Pero ya la había cargado. Y yo me había cargado. De bronca y sed de revancha. Pedí cambio de cincuenta y volví a la carga. Siempre jugando a simple. Y me seguía vacilando. Si me daba dos avances, la tercera campana, la que da los cuatro euros o cinco bonos, siempre estaba un avance más arriba. Lo mismo con los limones, equivalentes a tres euros con veinte. Y las naranjas, estas, dos con cuarenta céntimos o tres bonos. Siempre acababan saliendo, a modo de compensación los tres diamantes de distinto color, con la opción de cuarenta céntimos o nada. Y cada tres “nada”, un sube-sube. Hasta ahí. Hasta el equivalente de las cerezas de los cojones. O un bono. Y cuando conseguía sumar diez o doce bonos, probaba suerte arriba, en la lotería. Y salía, sí, salía. Por dos -ocho euros-, o igual -cuatro euros-, y los convertía en más bonos. ¡Ni por cinco! ¡Me cago en la mar! Hasta que se acababan los bonos y vuelta a empezar de abajo. Pero a dobles, a ver si por ese lado la agarraba. Nada, ¿Y a triples? Nada. Vuelta a simple. Cambié los últimos cincuenta tembloroso. Y luego los últimos veinte. Ya no me alcanzaría para el recibo de electricidad. Ni ninguna otra cosa. A todo o nada. La excusa perfecta para seguir jugando. Si está todo perdido, perdamos lo que queda.
Le eché las últimas monedas, con desprecio, a otra máquina, la de Gnomos. Y la muy hija de puta me dio veinte pavos al tercer lance: los tres diamantes anaranjados. ¡Esta tenía premios! Y Jugué con lo obtenido media hora más. Llegué a los cuarenta y tres euros. Y la muy puta se atoró de pronto, dejo de dar avances, sube-sube…y acabo devorándose todo. Todo.
Sentí deseos de golpear los cristales de aquellas ladronas, pero me contuve. Salí con una sonrisa de aquel lugar, sin demostrar la impotencia y la angustia. Como si hubiese jugado unas calderillas. Un señor. Por dentro me quemaba la boca del estómago y la cabeza me daba vueltas como un tío vivo. Muerto. ¿Con qué excusas me disculparía esta vez? ¿Cómo disfrazaría esa miseria súbita y atroz? No podía volver a mangar un adelanto por un tiempo.
Pedir prestado. Eso. Pero ¿A quién?
¿Cómo podía mirar a la cara a Elena?
Durante el viaje de vuelta en el tren, pensé en todo lo que ella hubiese hecho con ese dinero. Acababa de cometer un crimen. Después de otros. Era como un asesino serial.
¿Pero qué estoy pensando? No. Solo es dinero. Solo eso: dinero.

Diamantes y cerezas. ¡Y la puta qué lo parió!